Esa postverdad que se ha puesto tan de moda, es menos nueva de lo que parece: Kant ya enseñó que nuestro conocimiento no accede a la realidad; pero lo dijo con palabrotas tan raras (como noúmeno y “Anschaungsvermögen”), que casi nadie se enteró. También Nietzsche habló de la no-verdad como condición de vida y de que la tarea del filósofo es “crear valores”. Luego, el poeta nos dijo que “nada es verdad ni mentira”, que “las cosas son del color del cristal con que se mira”. Y no sólo el color: ahora viene la física cuántica y nos dice que las cosas dejan de ser lo que son en cuanto las miramos o nos aproximamos a ellas. O sea que filosofía, poesía y ciencia se acercan bastante.
¿Significa esto que, al acabarse la verdad, no hay más absoluto que “mi opinión” (ni siquiera “mi verdad”, como diría Machado)? Así parece, vista esa forma de conducta que se ha convertido en pauta casi universal: en nombre de la libertad de expresión tengo derecho a decirte que eres un hijo de puta (sobre todo si eres cristiano); y si por eso tú me llamas maleducado o acudes al juez, pediré que anulen tu demanda porque “incita al odio”…
¿Justifica la postverdad es tipo de conductas? Creo que no. La postverdad es más bien el último golpe de gracia dado a nuestra razón occidental, y puede significar la muerte del logos griego con el que el hombre creía acercarse y apresar la realidad.
¿Significa esto que nos hemos quedado ciegos? Juan de la Cruz diría que no: quiere decir sólo que nos quedamos “en la noche”; pero aún podemos caminar con “otra luz y guía” que arde en el corazón. Es decir: quizás hay otro acercamiento a lo real distinto del del ser, y más importante que éste.
Hace casi dos siglos H. Lotze acuñó una frase famosa: “los valores no son, valen”. Recuerdo cómo irritaba esa frase a mi profesor de metafísica: “¿cómo puede valer, algo que es nada?” Pero quizá Lotze quería decir otra cosa: que tenemos más acceso al valer de los valores que al ser de las cosas, y nuestro mejor acceso a la realidad es más valoral que ontológico.
Esa otra forma de acceso a lo real, no es griega sino bíblica. El vocablo griego que traducimos como verdad (alêtheîa) significa etimológicamente desnudamiento, desvelamiento. Mientras que la palabra hebrea (emeth) significa veracidad, autenticidad, lealtad. Esa diferencia de enfoques tiene mucho que ver con el acceso a lo real: si alguien desnuda o posee una mujer a la fuerza, lo normal es que ella no se le entregue. Si es ella la que se desnuda libremente, entonces sí que habrá entrega. Eso tiene mucho que ver con lo de la postverdad: la forma occidental de conocimiento tiene algo de violación; en cambio en hebreo, un significado primario del verbo conocer es la relación sexual: sólo un judío (Marc Alain Ouaknin) pudo escribir un libro titulado “Elogio de la caricia” que no es un tratado de relaciones amorosas sino… ¡una teoría del conocimiento!
Todo eso necesitará más de dos matices y distinciones, porque es evidente que la razón griega ha dado origen a la técnica, a la que tanto debemos, aunque es también innegable que la tecnocracia es hoy uno de nuestros factores más deshumanizadores y, además, se está cargando el planeta a pasos agigantados. Pero puestos esos matices, sigue en pie una conclusión decisiva: hay otra forma de acceso a la realidad que tiene que ver no con el Logos (razón o palabra) griego, sino con el Debar hebreo que traducimos también como palabra, pero que tiene el sentido de entrega y acción. Cuando el prólogo del cuarto evangelio quiere definir lo que se nos ha dado por Jesucristo, lo llama “la verdad como don gratuito”, (charis kai aletheia según la traducción de mi colega O. Tuñí). Y en ese evangelio que habla tanto de la verdad (“la verdad os hará libres” etc.), verdad significa propiamente el amor de Dios revelado en Cristo.
Aquí encuentra su lugar la famosa tesis de K. Marx: “hasta ahora los filósofos han interpretado el mundo; lo que interesa es transformarlo”. Lo cual, otra vez, necesitará algún matiz pues no se puede transformar sin una mínima interpretación, so pena de que, en vez de transformar, estropeemos más; pero es válido como crítica de la opresora razón occidental. Por eso me encanta, en castellano y catalán, el uso de la palabra “bien” como superlativo: decir que algo es “bien grande” o bien bonito tiene un matiz cualitativo cariñoso, distinto del mero ser “muy grande” que sólo suena cuantitativo.
También se comprende desde aquí la tesis de Simone Weil: no habrá un mundo respetuoso con los derechos humanos, mientras no haya una Declaración de los deberes humanos. Podemos titularla mejor: Declaración de los caminos (o de los valores) humanos. Pero sin ella, los derechos humanos seguirán siendo lo que son casi siempre hoy: un arma para exigir a los demás cómo quiero que me traten, pero no un aviso de cómo debo tratarlos yo. Y desaparecerá aquella frase famosa, meollo del espíritu democrático: “aborrezco lo que Ud está diciendo; pero daría mi vida para que pueda seguir diciéndolo”…
Por eso no estaría mal que, después de tanto criticar una particular “homofobia”, comenzáramos a denunciar toda heterofobia.
José Ignacio González Faus sj
Miradas Cristianas
RD
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