Mucho se ha escrito sobre la forma en la que el nuevo presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, utiliza la red social Twitter. Ese uso intemperado y abiertamente personalista por parte del máximo mandatario del país más poderoso del mundo podría considerarse un indicador de algunos rasgos de la crisis moral que padecemos: una crisis muy postmoderna que sobrevalora la subjetividad personal y la expresividad, y desprecia el intelectualismo. Sin entrar en aguas tan profundas, voy a referirme aquí a dos sugerentes comentarios sobre la cuenta de Twitter del presidente estadounidense, que nos ayudan a tomar conciencia sobre la forma en que las redes sacan a veces a relucir lo peor de nosotros.
El primer comentario es del columnista del New York Times Thomas L. Friedman que, en vísperas de la toma de posesión de Trump, propuso a sus lectores el ejercicio de invertir el sentido de los tuits más crispados y negativos del presidente. ¿Qué hubiera ocurrido si Trump en lugar de responder a las críticas de Maryl Streep escribiendo que era «una de las actrices más sobrevaloradas de Holliwood», hubiera tuiteado algo así: «Meryl Streep, una de las mayores actrices que ha habido nunca. En campaña pasan cosa, Meryl. Incluso yo me arrepiento. Pero mira, voy a conseguir que estés orgullosa de mi presidencia!!!»?; ¿qué hubiera ocurrido si, en su mensaje de Año Nuevo, en lugar de escribir «Feliz año nuevo a todos, incluidos mis enemigos …que sufrieron semejante derrota que no saben qué hacer», Trump hubiera tuiteado: «Feliz año nuevo a todos los americanos ―especialmente a Hillary Clinton y sus seguidores, que hicieron una magnífica campaña―. ¡Hagamos juntos que el 2017 sea impresionante para todos los americanos. Amor!». Bien, quizás esa última coletilla resulte excesiva, pero la idea queda suficientemente clara: las redes sociales son una magnífica herramienta para tender puentes, pero también para volarlos.
El otro comentario es de la fundadora del Huffington Post Ariadna Huffington ―de quien, por cierto, el ahora presidente Donald Trump dijo en un tuit en 2012, ¡agárrense!, que era «fea por dentro y por fuera» y que entendía «perfectamente que su ex marido la dejara por otro hombre: tomó una buena decisión»―. ¿Saben a qué factor atribuía Ariadna Huffington en un reciente post los mayores errores y excesos de Trump? Ni al racismo ―que también―, ni al machismo ―que también―, ni a la ambición ―que también―. El motivo que nadie tiene en cuenta para explicar por qué Trump pierde el control es su falta de sueño. Trump ha confesado en varias ocasiones que no duerme más de cuatro horas al día. Huffington hace un repaso a sus tuits más crispados, y constata que estos se producen a altas horas de la noche o muy pronto por la mañana: ataques personales a periodistas a las tres de la madrugada, insultos a una ex miss Venezuela a las cinco y media de la mañana, etc. Podríamos añadir que el tuit antes mencionado contra la propia Huffington en 2012 se produjo a las dos de la madrugada. En definitiva: la tensión, la hipersensibilidad y la agresividad que provoca una vida competitiva y narcisista encuentran una vía de escape inmejorable en el flujo de comentarios ininterrumpidos de las redes sociales durante 24 horas al día, siete días a la semana. El consejo de Huffington al presidente era que cambiase de estilo de vida, empezando por ganar en horas de sueño.
Trump, en sus peores momentos, es un buen contraejemplo para reflexionar sobre el uso de las redes sociales. Un uso que puede ser constructor de puentes, descentrado y orientado hacia los demás; comprometido con el bien común y con un espacio público amigable. Claro que eso solo está al alcance de personas que vivan desde esas claves. Probablemente sea mucho pedir que todo el mundo experimente esos valores y tengamos que asumir que en las redes sociales abunde la toxicidad. ¡Pero al menos no elijamos a nuestros líderes entre quienes la expanden!
Xabier Riezu
entreParéntesis
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