Estimo que una de las razones que llevó multitudes a las calles en el mes de junio tiene su origen en los errores conceptuales de las políticas públicas en el gobierno del PT. Incapaz de liberarse de las amarras del sistema neoliberal imperante en el mundo e interiorizado, bajo presión, en nuestro país, los gobiernos del PT han tenido que reconocer inmensos beneficios a los rentistas para sostener la política económica nacional e incluso realizar alguna distribución de la renta nacional a través de políticas sociales a los millones de hijos de la pobreza.
El Atlas de la exclusión social - los ricos de Brasil (Cortés, 2004), aunque de hace unos años, mantiene su vigencia, como lo demuestra el investigador Marcio Pochman (Los padres de la desigualdad, Le Monde Diplomatique, octubre de 2007). Pasando por todos los ciclos económicos, el nivel de concentración de la riqueza hasta la financiarización actual se ha mantenido prácticamente sin cambios. 5.000 familias poseen el 45% de la renta y la riqueza nacional. Son las que prestan al gobierno, a través de los bancos, según los datos de 2013, y cada año reciben 110 mil millones de dólares en intereses. Para los proyectos sociales (“bolsa familia” y otros) se destinan sólo unos 50 mil millones. Son los restos para los considerados el resto.
Debido a esta distribución perversa de la renta, somos uno de los países más desiguales del mundo. Es decir, uno de los más injustos, lo que hace a nuestra democracia muy frágil y casi absurda. Lo que sostiene la democracia es la igualdad, la equidad y la eliminación de los privilegios.
En Brasil hasta ahora sólo se ha hecho una distribución desigual de la renta nacional, incluso con los gobiernos del PT. Es decir, no se ha tocado la estructura de la concentración de la renta. Lo que necesitamos con urgencia, si queremos cambiar la cara social de Brasil, es introducir una redistribución que implica tocar los mecanismos de apropiación de la renta. Concretamente significa tomar de los que tienen de más y pasarlo a los que tienen de menos. Pero esto nunca se ha hecho. Los detentadores del poder, del saber y de los medios de comunicación han conseguido siempre detener esta revolución básica, sin la cual mantendremos indefinidamente vastos sectores de la población al margen de las conquistas modernas. El sistema político termina por servir a sus intereses. Por eso, en su tiempo, repetía con frecuencia Darcy Ribeiro que tenemos una de las elites más ricas, antisociales y conservadoras del mundo.
Los grandes proyectos de gobierno destinan una parte significativa del presupuesto a proyectos que las benefician y enriquecen aún más: carreteras, presas, puertos, aeropuertos, incentivos fiscales, créditos blandos del BNDES. Esto se conoce como el crecimiento económico, medido por el PIB, que debe ser analizado junto con la inflación, las tasas de interés y el cambio. Se privilegia el agronegocio exportador, que trae dólares a la agroecología, a la economía familiar y solidaria, que produce el 60% de lo que comemos.
Lo que las multitudes de la calle están reclamando es: desarrollo en primer lugar y a su servicio el crecimiento (PIB). El crecimiento es material. El desarrollo es humano. Significa más educación, mejores hospitales, más saneamiento básico, transporte público mejor y más seguro, más acceso a la cultura y al ocio. En otras palabras: más capacidad de vivir mínimamente felices como seres humanos y ciudadanos, no sólo como consumidores pasivos de las mercancías puestas en el mercado. En lugar de grandes estadios cuyas entradas a los juegos son en gran medida prohibitivas para el pueblo, más hospitales, más escuelas, más centros técnicos, más cultura, más integración en el mundo de la comunicación digital.
El crecimiento debe estar orientado al desarrollo humano y social. Si no se alinea con esta lógica, el gobierno se ve condenado a ser más el gestor de los negocios que el cuidador de la vida de su pueblo, de las condiciones de su alegría de vivir y de su admirada creatividad cultural.
Las calles están gritando por un Brasil de la gente y no de negocios ni de chanchullos, por una sociedad menos malvada debido a las desigualdades escandalosas, por relaciones sociales transparentes y menos excusas para ocultar la plaga de la corrupción, por una democracia donde las personas estén llamadas a discutir y decidir junto con sus representantes lo que es mejor para el país.
Los gritos son por humanidad, por dignidad, por respeto al tiempo de la vida de las personas, que no se gaste en horas perdidas en un pésimo transporte público, sino que sea puesto en libertad para socializar con la familia o para el ocio. Parecen decir: «nos negamos a ser sólo animales hambrientos que claman por el pan; somos humanos, portadores de espíritu y de cordialidad, que gritamos por belleza; sólo uniendo pan con belleza viviremos en paz, sin violencia, con humor y sentido lúdico y encantado de la vida». El gobierno necesita dar este giro.
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