“(...) ellos dicen una cosa y hacen otra”
Domingo XXXI Ordinario – Ciclo A (Mateo 23, 1-12) – 30 de octubre de 2011
Suena el timbre de la puerta y sale el niño a ver quién es. Pregunta un señor por su mamá. Viene ofreciendo repuestos para ollas a presión. Va el niño hasta la cocina, donde la mamá está atareada por las labores domésticas y le dice: “Mamá, te busca un señor en la puerta”. La mamá, un poco desesperada porque llega la hora del almuerzo y todavía no está todo listo, le dice: “Ve y dile que no estoy; que venga después”. El niño, en su inocencia, regresa a la puerta y le dice al señor: “Manda decir mi mamá que no está; que por favor vuelva más tarde”. El señor, evidentemente, como los personajes de Condorito, se cae para atrás... Esta escena, con variables muy diversas, se suele repetir en medio de nuestras familias con mucha frecuencia... Luego, cuando el niño le dice a la mamá que estaba haciendo tareas en la casa de un vecino, pero llega sudando y con los zapatos raspados de tanto jugar fútbol en el parque, recibe una fuerte reprimenda por mentiroso.
Hace unos días leía una frase de algún famoso pensador que decía: «El ejemplo no es la mejor manera de enseñar. Es la única». Lo que vemos hacer a las personas importantes en nuestra vida, es lo que aprendemos. Lo que nos dicen y enseñan, no acaba de consolidarse en nuestro interior si no está corroborado y respaldado por el testimonio de vida de aquellos que nos forman desde nuestra infancia.
Jesús le dice a la gente y a sus discípulos que obedezcan y hagan todo lo que los maestros de la ley y los fariseos les enseñan. Pero les advierte que no deben seguir su ejemplo, “porque ellos dicen una cosa y hacen otra”. Más coloquialmente, entre nosotros, esto se ha traducido con la famosa frase: “El cura predica, pero no aplica”, cosa que no sólo se acomoda a lo curas, evidentemente... Cada uno tiene que preguntarse, con mucha sinceridad, por su coherencia personal entre lo que enseña en su casa, en su trabajo, en las relaciones con los demás, y lo que hace.
El P. Arrupe, anterior Superior General de los jesuitas, fue un hombre que siempre respaldó su palabra con su vida; el P. Luis González cuenta una anécdota que me parece que confirma esto: Dice Luis González que Arrupe acostumbraba ir a orar largos ratos al piso bajo de la casa del Gesù, en Roma, donde hay varias capillas que guardan los recuerdos de los años romanos de san Ignacio de Loyola. Una vez, mientras estaba haciendo oración en una de esas pequeñas capillas, un jesuita norteamericano se presentó a decir misa. El P. Arrupe se ofreció a ayudarle en la misa. Él mismo comentaba, no sin malicia, que la dijo con ciertas licencias litúrgicas... Cuando terminó la celebración, ya en la sacristía, el Padre norteamericano le preguntó amablemente a su ayudante:
– Y ¿cómo se llama, hermano?
– “Arrupe”, le contestó el gentil sacristán...
El jesuita norteamericano por poco se cae del susto, como el señor que golpeó a la puerta de la casa que comenzaba esta página.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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