Sunday, March 04, 2012

Comentario al Evangelio por José María Vargas cmf

¿Qué será eso de resucitar de entre los muertos?

La palabra de Dios hoy nos invita a “subir”, a elevarnos a cimas, aparentemente muy distintas: una de dolor, de un dolor imposible de soportar; y la otra, de luz, de una luz indescriptible que supera toda imaginación.

La primera, la cima a la que sube Abraham para ofrecer en sacrificio a su hijo Isaac, suele ser aducida como argumento a favor de la soberana libertad de Dios, incluso para contradecir las leyes morales (que, por otro lado, también proceden de Él). Es muy frecuente que, ante la cuestión de si la auténtica religión y las exigencias morales pueden estar en contradicción, se traiga a colación este texto. Gente de tanta categoría intelectual como Kierkegaard lo usa para hacer ver la fractura entre esos dos niveles de experiencia, lo que él llama “la suspensión teológica de la moral”. ¿Es este un argumento concluyente? ¿Se trata de una interpretación correcta? ¿Puede Dios realmente mandar actuar de modo inmoral? En realidad, si leemos el texto hasta el final, nos hemos de convencer de que lo que Dios manda de verdad a Abraham es que no sacrifique a su hijo Isaac y que lo rescate con el carnero. Y esta prohibición es congruente con todo el contexto del Antiguo Testamento, en el que siempre y de manera reiterada se prohíbe sacrificar a los propios hijos. Aunque los primogénitos (como todas las primicias, de animales y cosechas) debían ser consagrados al Señor, y esto significaba sacrificarlos, todos los textos veterotestamentarios son unánimes en que los primogénitos del hombre habían de ser rescatados siempre (cf. Ex 13, 13; 34, 19-20; Num 18, 15), y se condena como una “abominación imperdonable” (entre otras cosas, por idólatra) el “pasar a los propios hijos por el fuego” (cf. 2Rey 16, 3; 17, 17; 17, 31; 2Cr 28, 3).

¿Cómo se explica, entonces, el mandato inicial, “ofrécemelo en sacrificio”? Muy posiblemente las reiteradas prohibiciones sobre el sacrificio de los hijos hablan de una costumbre muy arraigada en aquellas culturas. De modo que Abraham, guiado por su conciencia profundamente religiosa, sintió como un deber ofrecer en sacrificio al hijo primogénito que había recibido en la vejez como un don inesperado. Actuaba en conciencia, guiado por su fe, a pesar del dolor inmenso que le suponía renunciar a su hijo, que era, además, también en aquella mentalidad, su única esperanza de futuro. Podemos decir que cuando Dios detiene la mano de Abraham se produce de hecho un enorme progreso positivo en la conciencia religiosa y moral de la humanidad: el Dios de Abraham no exige ni quiere sacrificios humanos; la consagración de los primogénitos habrá de entenderse de otra manera.

Pero, además, nosotros hemos de leer estos textos del A.T. con la clave de interpretación que nos ofrece el Evangelio. Y entonces entendemos que Isaac no es sino figura de Jesús, el primogénito del Padre, que ofrece libremente su vida en rescate por todos. Y es esa muestra del amor inmenso de Dios, que no sólo no quita la vida, sino que nos da y comunica la suya por medio de su Hijo, y que genera confianza y seguridad frente a toda adversidad, como nos recuerda Pablo en la carta a los Romanos, lo que vemos preanunciado en la cima del Monte del país de Moria (que algunos identifican con la colina del Templo de Jerusalén).

La otra cima de que se nos habla hoy es, al parecer, muy distinta: la cima de un monte alto en que Jesús se muestra “transfigurado” a tres de sus discípulos, los más cercanos. Lo que sucede allí es una verdadera teofanía, una manifestación de Dios. Jesús aparece como aquel en quien se cumplen y llegan a perfección la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías). Moisés y Elías, todo el Antiguo Testamento representado por ellos, conversan con Jesús porque, en realidad, aquellos hablaban sólo de Él; y, a su vez, en Jesús hablan la Ley y los Profetas de modo definitivo, con una Palabra, Cristo, que es preciso escuchar, porque en Él se manifiesta el mismo Dios. El rostro de Dios que Moisés no llegó a ver (cf. Ex 33,20), pese a hablar con Él como un amigo habla con su amigo (cf. Ex 33,11), se ha hecho visible en Cristo para aquellos que escuchan su voz.

Para los apóstoles presentes éste es un momento de luz: ven con claridad aquello que han vislumbrado con más o menos dificultad a lo largo de los años de convivencia con Jesús, lo que han llegado a confesar a pesar de las opiniones distintas que circulaban en torno al Maestro, y de la oposición creciente en torno a Él por parte de los notables y guías del pueblo.

Cuando uno ve con claridad, sobre todo si eso que ve es algo importante, fundamental para su vida, desearía mantener esa clarividencia para siempre, seguir en ese estado bienaventurado y no abandonarlo nunca más. A esto responden las palabras de Pedro, sin saber bien lo que decía. Y no sabía bien lo que decía, porque aquel regalo de luz y claridad no era una meta, esto es, una cima definitiva, sino sólo un alto en el camino. Un camino que había de conducir a otra montaña, a otra cima, aquella de la que el sacrificio de Isaac era sólo una imagen.

De hecho, el paralelismo entre el monte al que sube Abraham a sacrificar a su hijo y el monte de la transfiguración se comprende mirando al monte Gólgota. Pedro, Santiago y Juan reciben esta luz de la transfiguración no sólo para sí, sino para sostener a los demás discípulos en el momento de la prueba y de la oscuridad. No son “elegidos” por encima de los demás, sino en función de todos los otros discípulos y a su servicio. Y aunque la luz que han visto les ha iluminado, no por ello lo han entendido todo. De ahí que, bajando del monte, se pregunten que querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.

De un modo u otro todos hemos recibido nuestra porción de luz. Tanto en la fe como en otros aspectos valiosos de la vida (como nuestras relaciones de amor y de amistad y nuestras convicciones más profundas) ha habido momentos en los que “hemos visto claro”. Son momentos de gran importancia, porque suponen un acopio de luz para los momentos de oscuridad, que también llegan inevitablemente. En la fe, en concreto, tenemos momentos de sequedad, en los que “no sentimos nada”, o dudas, o nos acosan tentaciones de abandonar por factores más o menos externos, como la hostilidad ambiental o ciertos aspectos negativos que podemos descubrir o experimentar dentro de la Iglesia. También experimentamos crisis en nuestras relaciones, o situaciones que ponen a prueba nuestras convicciones más íntimas.

En esos momentos, en que la cruz, de un modo u otro se hace presente, es importante “ser fieles a los momentos de luz”, recordarlos y fiarnos de ellos, para poder superar la dificultad, pasando por ella. Por otro lado, atravesar estos áridos desiertos, sostenidos sólo por la fe y la fidelidad, es útil, incluso imprescindible, para poder adquirir una mejor comprensión, que en aquellos momentos de luz no alcanzamos del todo. Pedro, Santiago y Juan se preguntaban qué sería aquello de “resucitar de entre los muertos”, porque la luz del Tabor todavía no les había comunicado la plenitud de la sabiduría. Esta se adquiere sólo pasando por la cruz, por la dificultad y la prueba, que la vida lleva consigo inevitablemente. Es ahí donde se aquilatan y autentifican la fe, el amor, las convicciones personales. Y es ahí donde esas convicciones dejan de ser un saber meramente teórico para convertirse en sabiduría, algo “saboreado”, probado en la propia carne, y se hace así carne nuestra, que nos permite vivir los buenos y los males momentos con coherencia y fidelidad, con sentido.

De hecho, nos cuesta entender “eso de resucitar de entre los muertos”, porque nos cuesta aceptar el misterio de la cruz. Vivimos con frecuencia acomodados en este mundo (que, por otro lado, también puede ser un mundo eclesiástico), mendigando rayos de luz, momentos de satisfacción, construyendo tiendas, como si esta fuera nuestra morada definitiva, absolutizando lo relativo y olvidados de lo fundamental. Las luces que recibimos a lo largo de la vida en los distintos ámbitos de la existencia y que son reflejos de la luz que procede de Dios, nos dan fuerza y orientación para seguir caminando y para que, cuando experimentemos lo caduco de nuestro ser, elevemos la mirada a lo que da verdadera consistencia a la vida, a lo que realmente nos salva, nos libera de la caducidad y nos resucita.

Sólo Jesucristo, “que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros”, nos salva, nos libera y nos resucita. En él encontramos la luz para caminar y la sabiduría de lo que realmente vale. Lo que realmente vale es el amor. La sabiduría del amor nos hace comprender que la luz que hemos recibido, igual que la que recibieron Pedro, Santiago y Juan, no se nos ha dado sólo para nosotros, para hacernos una tienda y quedarnos en ella disfrutando del paisaje, sino para que, bajando del monte Tabor, sepamos subir al Gólgota, para compartir la luz con los demás, para que con ella iluminemos a los que sufren y se encuentran en dificultad: con el testimonio de nuestra fe, y con la luz hecha carne de la compasión, la ayuda fraterna y la entrega personal, a imitación de Cristo, entregado por todos nosotros para nuestra justificación.

Ciudad Redonda

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