Tuesday, October 20, 2015

Interpretación teológica fundamental del concilio Vaticano II por Karl Rahner. Traducción: Jorge Costadoat - Carlos Schickendantz



Contra el centralismo romano


Uno de los artículos más geniales y citados de Rahner sobre la futura iglesia mundial


(Karl Rahner).- Tratándose de una interpretación teológica fundamental del concilio Vaticano II, consideramos oportuno hacer algunas observaciones introductorias al tratamiento del tema.
Hablamos de interpretación fundamental, y con esto, entendemos una interpretación que no viene de fuera, sino que es sugerida por el mismo Concilio, de modo que en este caso esencia fundamental e interpretación fundamental indican la misma cosa.
Presuponemos naturalmente el dato de hecho y la convicción de que este Concilio -aún con todas las casualidades históricas que acompañan a acontecimientos de este género- no ha sido un cúmulo arbitrario de episodios y decisiones singulares, sino que posee, en todos sus eventos singulares, una cohesión interior esencial que no se limita a mantener unidos a estos últimos por la peculiaridad jurídica formal de un concilio.
Por otra parte tiene poca importancia si tal concepción fundamental del Concilio haya estado más o menos presente en gran medida, con claridad y con urgencia en la conciencia explícita de sus organizadores.
Si ya el sentido y la esencia de ciertos eventos existencialmente importantes en la vida del individuo abrazan siempre algo más de lo que este objetiviza y busca explícitamente en la propia conciencia, esto se verifica tanto más en el caso de eventos importantes de la historia de la Iglesia, que se desenvuelven en medida específicamente única bajo la guía del Espíritu Santo.
En cuanto a las intenciones explícitas de Juan XXIII acerca de la asamblea conciliar no sabemos mucho más que esto: que consideró razonable y oportuno convocar un concilio incluso después del "papalismo" del Vaticano I, y que quiso un concilio "pastoral"; con lo cual, sin embargo, no se ha dicho que, más allá de esto, no sea posible una concepción teológica más profunda y más amplia.
Buscamos una interpretación teológica fundamental, porque -sin adentrarnos aquí en el problema de la relación entre teología e historia de la Iglesia- consideramos que esta última es de un tipo específicamente distinto de la historia secular y debe en el fondo describir precisamente la historia de la esencia de la Iglesia, esencia que, en una relación de recíproco condicionamiento, suministra el principio hermenéutico de la historia de la Iglesia y, en cuanto esencia en la historia, se manifiesta en ella.
Por difícil que sea el asunto y sólo pueda esbozárselo, formulamos de inmediato la idea fundamental que propondremos al tratar la cuestión, de modo de no perder de vista la conexión de las muchas observaciones y reflexiones particulares que haremos.
Decimos: el concilio Vaticano II ha sido germinalmente la primera autorrealización oficial de la Iglesia en cuanto Iglesia mundial. La tesis puede parecer exagerada y son necesarias muchas precisiones y explicaciones para hacerla aceptable. Ella se presta a malentendidos por el hecho de que la Iglesia siempre ha sido "in potentia" una Iglesia mundial y porque la actualización de tal potencia requiere a su vez un proceso histórico más bien largo, cuyo inicio coincide con el comienzo del colonialismo europeo y la misión mundial moderna de la Iglesia en el siglo XVI, y que obviamente no ha concluido ni siquiera hoy día.
Si en cambio miramos a la acción macroscópica y oficial de la Iglesia, nos damos cuenta de que ella en su acción concreta -en cuanto respecta a sus relaciones con el mundo extraeuropeo y aún contradiciendo su esencia- era la acción (sit venia verbo) de una agencia exportadora que divulgaba en todo el mundo una religión europea sin una verdadera voluntad de modificar su mercadería, así como exportaba cultura y civilización consideradas superiores.
Entonces nos parecerá razonable y justificado considerar el Vaticano II como el primer gran evento oficial, en el cual la Iglesia ha actuado como Iglesia mundial, aún cuando tal acontecimiento, naturalmente, haya tenido precedentes como la consagración de obispos nativos (pero en gran número recién en nuestro siglo), la abolición de europeísmos en la praxis misionera, que habían sido cimentados por Roma en la disputa de los ritos de Oriente, etc.
Tales precedentes, que no han de ser silenciados y cuya importancia no debe ser minimizada, sin embargo, no tuvieron repercusio­nes sobre la Iglesia europea-norteamericana; dichos efectos, en cambio, comienzan a percibirse en el Vaticano II y realmente son sólo precursores -aun cuando de manera muy inicial, incierta y a menudo deudora del precedente estilo de la Iglesia europea- de lo que observamos en el Vaticano II, en el cual comienza a obrar una Iglesia mundial en cuanto tal con un influjo recíproco entre todas sus partes.
Como ya hemos dicho, con esta tesis general sobre la concepción fundamental del Vaticano II no negamos que en este Concilio la actualización de la esencia de la Iglesia mundial se ha manifestado de manera aún muy germinal y tímida. Ni debemos ocultar que también existen movimientos en sentido contrario.
Por ejemplo, ¿se ha conjurado el peligro de que el nuevo derecho canónico, en fase de preparación en Roma, no será otra vez un derecho canónico occidental y que luego será impuesto a la Iglesia mundial en América Latina, Asia y África?
Las Congregaciones romanas, ¿no tienen aún una mentalidad de centralismo burocrático, que se atribuye saber con propiedad que cosa sirve mejor en todo el mundo a la causa del reino de Dios y a la salvación de las almas, y que en sus decisiones asume como criterio obvio, de manera tremendamente ingenua, la mentalidad de Roma o de Italia?
Naturalmente es necesario admitir que, en tales cuestiones, la europeización de la Iglesia plantea también problemas teóricos que no tienen nada de claro. ¿Debe la moral matrimonial de los Masáis en África oriental ser la simple repetición material de la moral del cristianismo occidental, o bien allí un jefe, incluso siendo cristiano, podría seguir viviendo de acuerdo al estilo del patriarca Abraham? ¿Es necesario celebrar la eucaristía con vino de uva también en Alaska?
Tales cuestiones teóricas y otras similares constituyen no en vano serios obstáculospara la actualización de la Iglesia mundial en cuanto tal. Junto a muchos otros motivos esos nos hacen entender que la gran actualización oficial de la Iglesia mundial se ha manifestado en manera aún relativamente germinal y tímida en el Vaticano II. En aquella ocasión durante las misas de apertura de las sesiones cotidianas, en los que se presentaban los diversos ritos, no pudo verse todavía ninguna danza africana.
En fin, sobre la cuestión del comienzo de la configuración mundial de la Iglesia durante el Concilio y después, es necesario no olvidar que las diversas culturas del mundo, en las cuales la Iglesia debe inculturarse para ser una Iglesia mundial, están transformándose en una medida y con una velocidad hasta ahora desconocidas, por lo cual no es fácil decir qué material verdaderamente prometedor dichas culturas podrán ofrecer a la Iglesia para hacer de ella realmente "acto" de la Iglesia mundial.
Cualquiera sea la respuesta para este y muchos otros interrogantes, no se puede discutir que la Iglesia en el Vaticano II ha aparecido por primera vez, al máximo nivel oficial, comoIglesia mundial. Consideramos ahora de manera más concreta este hecho, preguntándonos cuáles serán las consecuencias para el futuro.
Ante todo el Concilio adoptó por primera vez el perfil formal de un concilio de la Iglesia mundial en cuanto tal. Basta compararlo con el Vaticano I para darse cuenta de su singularidad bajo el aspecto jurídico-formal.
Naturalmente ya hubo en el Vaticano I algunos representantes de sedes episcopales deAsia y de África, pero se trataba de obispos misioneros de origen europeo y norteamericano. En ese entonces no existía todavía un verdadero episcopado nativo, el cual ha hecho su aparición en el Vaticano II; quizás no aún en las debidas proporciones en relación al episcopado occidental. Pero estuvo presente.
Estos obispos no vinieron como singulares y modestos visitadores "ad limina" para rendir cuenta y llevar a casa unas pocas ofrendas a las misiones. El Vaticano II fue realmente la primera reunión del Episcopado mundial, que no actuó solo como órgano consultivo del Papa, sino, con él y bajo él, como suprema instancia magisterial y decisoria de la Iglesia. Hubo realmente un concilio mundial con un episcopado mundial, cuya existencia y función autónoma no se habían expresado nunca antes en cuanto tales.
La importancia efectiva del sector no occidental de este episcopado universal puede haber sido aún relativamente modesta; los efectos del evento conciliar sobre la vida extra conciliar de la Iglesia pueden haber sido muy limitados, como lo muestran los sínodos romanos de obispos tenidos desde entonces. Todo esto no cambia el dato de hecho fundamental que en el Concilio ha aparecido y ha entrado en función una Iglesia que no es más la Iglesia del occidente con su expansión en los territorios americanos y sus exportaciones hacia Asia y África.
Aquí, bajo la apariencia de un desarrollo obvio y gradual, ha tenido lugar algo así como un salto cualitativo, aun cuando esta nueva esencia de la Iglesia mundial está aún ampliamente cubierta, no sólo "in potentia" sino también "in actu", por las peculiaridades de la vieja Iglesia occidental.
El salto en dirección a la Iglesia mundial puede ser ulteriormente aclarado con una mirada a los decretos conciliares. La constitución litúrgica podrá ser ampliamente superada ya hoy en cuanto al uso de las lenguas maternas en la liturgia, pero sin aquella y sin el Concilio la victoria de la lengua materna no habría sido posible. El latín fue la lengua literaria común del área cultural occidental precisamente en el campo profano y por esto y no por otras razones fue la lengua de la Iglesia occidental en la liturgia, y lo ha seguido siendo con un cierto retraso.
El latín no podía, sin embargo, seguir siendo la lengua litúrgica de una Iglesia mundial, porque fue la lengua de un área cultural restringida y particular. La victoria de las lenguas maternas en la liturgia eclesiástica señala de una manera elocuente el devenir de una Iglesia mundial, cuyas iglesias particulares existen de modo autárquico en la propia área cultural, están inculturadas y no son más una exportación europea. Esto evidencia a todos, naturalmente, los nuevos problemas de una Iglesia mundial, cuyas iglesias locales, no obstante su necesaria referencia a Roma, ya no pueden ser dominadas por Europa y por su mentalidad.
En Gaudium et spes la Iglesia se da cuenta expresamente, como Iglesia entera, de la propia responsabilidad ante la historia futura de la humanidad. Muchas cosas particulares quizás son aún concebidas de una manera europea, en todo caso el Tercer mundo está presente como parte de la Iglesia y como objeto de su responsabilidad. La sensibilización del pueblo eclesial europeo por la responsabilidad mundial de la Iglesia podrá proceder con mucha fatiga y muy lentamente, pero tal responsabilidad -la teología política- ya no podrá ser erradicada de la conciencia de una Iglesia mundial.
Por cuanto se refiere a los decretos doctrinales del Concilio, es decir aquellos sobre la Iglesia y sobre la divina revelación, es posible que muchas cosas hayan sido dichas en el horizonte de comprensión específicamente europeo y hayan sido considerados problemas que son actuales solamente para una teología europea.
Pero puede reconocerse, sin embargo, el auténtico esfuerzo por parte de dichos documentos de encontrar expresiones no demasiado condicionadas por el lenguaje de una teología neoescolástica, más fácilmente comprensibles en todo el mundo. Como confirmación de esto sería necesario comparar los textos definitivos con los respectivos esquemas tardo-escolásticos preparados en Roma antes del Concilio.
Podemos destacar, además, que en la doctrina sobre el episcopado universal y sobre su función en la Iglesia, como también sobre el significado de las iglesias regionales parciales, han sido puestos y aclarados presupuestos doctrinales de importancia fundamental para la autocomprensión de la Iglesia como Iglesia mundial. Es ciertamente lícito pensar que el documento sobre la revelación, que hace comenzar esta última solamente con el Antiguo Testamento, con "Abraham", no propone un concepto de revelación fácilmente comprensible en las culturas africanas y asiáticas, tanto más que los centenares de miles de años entre la "revelación originaria" y Abraham permanecen vacíos.
Pero también se puede decir que, bajo el aspecto doctrinal, el Concilio ha hecho dos cosas que son de importancia fundamental para una misión a escala mundial: en la Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas ha abierto por primera vez en la historia del magisterio eclesiástico la vía a una valoración también positiva de las grandes religiones mundiales.
Además en la Constitución sobre la Iglesia, en el Decreto sobre las misiones y en Gaudium et spes proclama también infralapsariamente (por decirlo con la teología escolar) una voluntad salvífica universal y eficaz de Dios que encuentra un único límite en la decisión mala de la conciencia del hombre y en nada más.
Admitiendo así la posibilidad de una fe salvífica verdadera y propia también fuera de la revelación verbal cristiana, de modo que se han puesto las premisas fundamentales para la misión mundial de la Iglesia, las cuales no existían en la teología precedente.
En este contexto ha de ser vista, también, la Declaración sobre la libertad religiosa, en la cual la Iglesia, en la predicación de su fe en todas las situaciones en todo el mundo, renuncia expresamente a cualquier medio de poder, que no residan en la fuerza misma del Evangelio. Todos conocen el gran obstáculo, que la división confesional de la cristiandad representa también para la difusión del cristianismo en las así llamadas "tierras de misión" y en todo el mundo.
Por eso, todas las actividades ecuménicas comenzadas por el Concilio, o por éste aprobadas o auspiciadas, han de ser valoradas como su contribución al devenir del cristianismo como una religión mundial. En breve: en el Concilio la Iglesia ha comenzado a obrar doctrinalmente como Iglesia mundial al menos en una medida germinal. Bajo el fenotipo de una Iglesia en gran medida europea y norteamericana, si podemos hablar así, comienza a hacerse perceptible el genotipo de una Iglesia mundial como tal.

Pero tal vez podemos abordar de una manera aún más profunda el evento de este devenir "mundial" de la Iglesia. En la historiografía eclesiástica continuamente se rompen los sesos con la cuestión de una división teológicamente adecuada de la historia de la Iglesia. La división de la historia europea en antigüedad, medioevo y edad moderna no suministra un esquema teológicamente suficiente para la historia de Iglesia.
Dejemos naturalmente aparte las cuestiones de una ulterior subdivisión al interior de las grandes épocas. Además, en cuanto respecta a la historia general y tanto más a la historia eclesiástica, estamos convencidos de que en los períodos cronológicos singulares no acontecen siempre cosas iguales bajo el aspecto cualitativo y cuantitativo, sino que un período cronológicamente breve puede esconder en sí una gran época histórica.
Puestas estas premisas, decimos: bajo el respecto teológico existen en la historia de la Iglesia tres grandes épocas, la tercera de las cuales apenas ha comenzado y se ha manifestado a nivel oficial en el Vaticano II. El primer período, breve, fue el del judeocristianismo; el segundo de la Iglesia existente en áreas culturales determinadas, a saber, en el área del helenismo y de la cultura y civilización europea. El tercer período es en el cual el espacio vital de la Iglesia, en principio, es todo el mundo.
Estos tres períodos, que indican tres situaciones fundamentales, esenciales y distintas entre ellas, del cristianismo, de su predicación y de la Iglesia, pueden naturalmente ser subdivididas a su vez de manera muy profunda; así, por ejemplo, el segundo período contiene las cesuras representadas por la transición de la antigüedad al medioevo y la transición de la cultura medieval a la época del colonialismo europeo y del iluminismo. A este propósito sería necesario aclarar las causas de tales cesuras, causas múltiples y sin embargo conectadas entre ellas.
En todo caso, en mi opinión, la triple subdivisión de la historia de la Iglesia es en síteológicamente justa, aún cuando el primer período haya sido muy breve. El período judeocristiano (junto a sus irradiaciones por medio del proselitismo judaico y el fenómeno de los "temerosos de Dios, de los eusebómenoi, mencionados por Pablo, por los Hechos de los apóstoles y por la literatura propagandística judaica), está de hecho caracterizado por esta propiedad única y particular: su situación histórica cultural es la del evento salvífico cristiano fundamental, esto es, de la muerte y resurrección de Cristo y de la predicación de tal evento al interior de su propia situación histórica, la predicación en Israel y a Israel, y no en una diversa.
El hecho que precisamente sobre esta base haya sido posible pensar en una misión entre los paganos, nos dice que esto que Pablo ha inaugurado -el paso de un cristianismo judaico a un cristianismo de los paganos- no es algo teológicamente obvio, sino el inicio de un período radicalmente nuevo en la historia de la Iglesia; introduce un cristianismo que no es exportación del cristianismo judaico en la diáspora, sino -no obstante toda su referencia al Jesús de la historia- un cristianismo crecido en el terreno del paganismo como tal. Sé que hablo de manera vaga y oscura.
Pero pienso que esto se debe al hecho de que los problemas teológicos ínsitos en el paso del cristianismo judaico al cristianismo de los paganos no son ciertamente simples como se cree, y su dificultad teológica no ha sido aún bien elaborada, por lo cual no es aún claro de manera refleja aquello que Pablo ha "causado" cuando ha declarado superflua para los no judíos (y quizás sólo para ellos) la circuncisión y todo aquello que le era anexa.
Cualquiera sea el caso, si pensamos en una subdivisión precisa y genuinamente teológica de la historia de la Iglesia en sus episodios fundamentales, aquella propuesta me parece que es la única apropiada. Ella significa que en la historia del cristianismo el paso de una cierta situación histórica y teológica a una situación esencialmente nueva se ha verificado sólo una vez y comienza ahora a realizarse por segunda vez en el paso del cristianismo europeo (con sus anexos americanos) a la religión mundial actual.
Podemos naturalmente aventurar esta afirmación sólo si consideramos el paso del cristianismo pagano antiguo del Mediterráneo al cristianismo europeo medieval y moderno como menos drástico bajo el perfil teológico de las dos cesuras arriba mencionadas. Pero esto parece sin duda justificado, dada la unidad de la cultura mediterránea helenístico-romana y su trasmisión a los pueblos germánicos, cosa de la cual no tenemos aquí necesidad de fundamentar más detalladamente.
Si cuanto hemos dicho es correcto en alguna medida, de ello resulta una doble cuestión: ¿en qué consiste, más precisamente, la característica teológica y no sólo histórico-cultural de un paso o cesura semejante? ¿Qué resulta de ello si aplicamos la teología de este paso al paso en el cual vivimos nosotros hoy y que tiene en el Vaticano II una especie de inicio oficial?
En cuanto respecta a la primera cuestión, podemos decir que se trata de un evento realmente relevante bajo el aspecto teológico e histórico-salvífico, y no sólo desde la perspectiva histórico-cultural.
En el caso de Pablo me parece evidente: la abolición de la circuncisión para los cristianos provenientes del paganismo -una abolición ciertamente no prevista por Jesús y no deducible de manera obligatoria de su predicación explícita y del significado salvífico de su muerte y resurrección- es para Pablo un principio que forma parte de su Evangelio, en algún sentido representa una revelación:
Es la interrupción de una continuidad histórico-salvífica que el hombre no puede efectuar por su propio poder. Surge así el problema propiamente teológico que tampoco Pablo ha reflexionado en la medida adecuada: ¿qué cosa puede y debe aún permanecer de la historia de la salvación vétero-testamentaria y de la Iglesia, si es suprimida la circuncisión que para cada hebreo constituía el dato último de su existencia salvífica, y que según el mismo Pablo podía, aún más debía permanecer vigente para los judío-cristianos de su tiempo?
También para él este paso significa realmente una cesura en el sentido literal del término. Además de esto es necesario reflexionar que aquello comportaba aún muchas otras aboliciones e interrupciones de la continuidad histórico-salvífica: la abolición del sábado, el desplazamiento del centro de la Iglesia de Jerusalén a Roma, modificaciones profundas en la doctrina moral, nacimiento y adquisición de nuevas escrituras canónicas, etc.
Todas interrupciones a propósito de las cuales podemos decir que nos es indiferente si ellas son remontables a Jesús o sólo a Pablo, o si han ocurrido de algún modo y en algún lugar en el período apostólico.
Desde el momento en que hoy -quizás a diferencia de la teología patrística y medieval- no existe una teología clara y reflexionada de esta cesura, de este nuevo inicio del cristianismo promovido por Pablo, y desde el momento que aquella podría quizás ser elaborada poco a poco sólo en un diálogo con la sinagoga, ninguno querrá enojarse conmigo, si no estoy en condiciones de decir más al respecto, además de las indicaciones expresadas.
Sin embargo, me atrevo a plantear esta tesis: por primera vez vivimos hoy nuevamente en el tiempo de una cesura como aquella que se verificó en el paso del cristianismo judaico al cristianismo de los gentiles.
¿Se puede proponer esta tesis definiendo a partir de ella el significado del Vaticano II, en el cual la Iglesia habría proclamado -aun cuando sólo de una manera inicial y poco clara- el paso de una Iglesia occidental a una Iglesia mundial, en el sentido de que hasta ahora se habría verificado una primera y única vez en el momento en el que la Iglesia de los judíos llegó a ser la Iglesia de los paganos? Pienso que se puede y se debe responder afirmativamente a esta cuestión.
Con esto no está dicho que las dos cesuras y los dos pasos son simplemente idénticosdesde el punto de vista del contenido. Ningún evento histórico sucede dos veces; y si alguno estuviera convencido que la cesura inaugurada por Pablo ha tenido características teológico-formales únicas y que, por tanto, el paso de la Iglesia mundial no es en absoluto comparable al paso del cristianismo del judío Jesús al cristianismo de Pablo, yo ciertamente no lo contradeciría.
No dudo que tales pasos en gran parte y en última instancia ocurren de una manerairreflexiva, sin que sean primero pensados mediante planificaciones teológicas para luego recién ser realizados; ellos tienen lugar de una manera irrefleja a partir de un instinto secreto del espíritu y de la gracia, aunque no es necesario despreciar y considerar superfluas las reflexiones que se impongan a su respecto. Pero hechas estas reservas, afirmo y defiendo la tesis arriba enunciada.
Considero que la diferencia entre la situación histórica del cristianismo judaico y la situación en la cual Pablo implantó el cristianismo como en una nueva creación radical no es mayor que la diferencia que puede haber entre la cultura occidental y las culturas deAsia y África en las cuales hoy que el cristianismo debe inculturarse si quiere llegar a ser realmente una iglesia mundial, como ya lo ha comenzado a ser.
Las diferencias actuales pueden en alguna medida ser ocultadas por el hecho de que también sobre las otras culturas se extiende una capa niveladora de la cultura industrial y racional de Europa y de los Estados Unidos, de modo que se podría tener la impresión que el cristianismo continua llegando a todo el mundo como un producto de exportación, siempre yendo junto con las ambiguas bendiciones del occidente.
Pero aún haciendo abstracción del hecho de que también en la antigüedad existía algo análogo -esto es, la diáspora universal de los hebreos con su proselitismo (y el fenómeno de los "temerosos de Dios" que lo hacía posible), sobre cuya base se habría podido exportar por todas partes un cristianismo judaico, la historia de las misiones en la edad moderna demuestra, hechas algunas excepciones relativamente pequeñas, que el cristianismo, en cuanto producto de exportación occidental, no logró tener éxito entre lasculturas superiores del Oriente y en el mundo del Islam.
No logró llegar allí porque era un cristianismo occidental y quiso establecerse como tal, sin aventurar un nuevo inicio real interrumpiendo ciertas continuidades para nosotros obvias, como demuestran las varias cuestiones de los ritos, la exportación del latín del culto litúrgico a países donde la lengua latina no fue una realidad histórica, la obviedad con que se quiso exportar el derecho romano occidental con el derecho canónico, la ingenua obviedad con la que se quiso imponer hasta los detalles la moral burguesa del Occidente a hombres de culturas extranjeras, en lo que se reveló como rechazo de las experiencias religiosas de otras culturas, etc.
Las cosas están por tanto así: o la Iglesia ve y reconoce estas diferencias esencialesde las otras culturas, en el seno de las cuales debe llegar a ser Iglesia mundial, y de ese reconocimiento saca las consecuencias necesarias con audacia paulina, o bien permanece como una Iglesia occidental, a fin de cuentas traicionando de esta manera el sentido que ha tenido el Vaticano II.
Llegamos a la segunda pregunta: ¿qué quiere decir, más en concreto, atribuir un significado semejante al Vaticano II? Es difícil decirlo. Ante todo, porque la segunda cesura -aquella que abre a la Iglesia mundial- es o naturalmente debe llegar a ser totalmente diferente bajo el perfil material o en cuanto al contenido que la primera, que ha llevado a la Iglesia de los paganos de la antigüedad y del medioevo.
En segundo lugar, porque es una cuestión abierta y poco aclarada si acaso la Iglesia posea todavía, y en qué medida, en el período postapostólico, las capacidades y los poderes creativos que poseía en el período de su primer devenir, esto es, en la era apostólica; poderes entonces actualizados con decisiones fundamentales irreversibles o aparentemente tales, constitutivas de su esencia concreta más allá de aquello que le compete por disposición directa y efectiva de Jesús resucitado.
La cuestión abierta es ésta: si la Iglesia en tales cesuras históricas, como está señalada por nosotros como segunda, puede ejercer legítimamente posibilidades, de las cuales no ha hecho uso nunca durante el segundo gran período porque habría carecido de sentido en ese período y, por tanto, de legitimidad.
En tercer lugar porque, no obstante toda la futurología moderna, ninguno está en condiciones de prever con seguridad el futuro profano que la Iglesia debe afrontar en la nueva interpretación de su fe y de su esencia en cuanto Iglesia mundial. En este sentido, el Vaticano II es, naturalmente, solo una indicación abstracta y formal de lo que la Iglesia como Iglesia mundial enfrenta como tarea. Intentamos, en todo caso, de decir algo sobre la imagen de esta Iglesia mundial y sobre la tarea que le espera.
Considero que esto vuelve en nuestras reflexiones, porque una interpretación teológica de la esencia fundamental del Vaticano II, en el fondo, ciertamente debe ser proyectada partiendo de la causa finalis, es decir, del futuro de la Iglesia, por el cual el mismo Concilio se ha declarado.
Lo primero que hay que considerar es la predicación cristiana. Ninguno de nosotros está en condiciones de decir con precisión con qué conceptos, bajo cuáles nuevos aspectos el antiguo mensaje del cristianismo deberá ser predicado en el futuro en Asia, África, en los países del Islam y quizás también en América Latina, a fin de que ese mensaje esté realmente presente en todas partes el mundo.
Deben ser esos mismos pueblos y culturas las que descubran eso poco a poco, sin que esto se limite naturalmente a una proclamación formal de la necesidad de estas nuevas formas de predicación, y sin que sea posible a estos pueblos deducirla simplemente del análisis a su vez problemático de la propia índole específica.
Esta tarea, cuya solución aún no ha sido encontrada y no nos toca a nosotros europeos propiamente encontrar, comportará necesariamente, atendiendo a la jerarquía de las verdades recordadas por el Concilio, un retorno a la sustancia fundamental última del mensaje cristiano, para luego formular, a partir de esto, de un modo nuevo y con una creatividad desenvuelta, la totalidad de la fe cristiana en correspondencia con las diversas situaciones históricas.
Esa reducción a la sustancia fundamental última en cuanto primer paso para una reformulación de todo el contenido de la fe no es fácil; con tal propósito se deberán retomar las tentativas realizadas en los últimos años por encontrar fórmulas fundamentales de la fe, y será además necesario preguntarse -cosa aún no hecha- si existe un criterio formal para establecer qué cosa puede pertenecer y qué cosa no, originariamente, a una revelación sobrenatural en sentido estricto.
Una vez cumplida esta tarea, de ello resultaría un pluralismo de predicaciones, el pluralismo verdadero, que es mucho más importante que un pluralismo de predicaciones y de teologías al interior de la Iglesia occidental. Puesto que fundamentalmente todos los seres humanos pueden hablar y entenderse con todos, tales predicaciones no serían simplemente realidades dispares.
Podrían criticarse y enriquecerse recíprocamente, pero sin embargo cada una sería unaindividualidad histórica, finalmente inconmensurable en relación con las otras. Lo cual pondrá el problema de cómo mantener y consolidar una unidad de la fe frente a tantas diversas predicaciones; de cómo la instancia eclesial suprema residente en Roma podría actuar con este fin, desde el momento en que esto es claramente una tarea del todo diversa de aquello enseñado hasta ahora por la autoridad magisterial romana al interior de un horizonte de comprensión occidental común.
A menudo se ha advertido que es necesario un similar pluralismo de liturgias, el cual no puede consistir solo en el uso de las varias lenguas maternas.
Es obvio también que en las grandes Iglesias particulares debe desarrollarse un notable pluralismo en lo que respecta al derecho eclesial (y también otras praxis eclesiales), y esto también haciendo abstracción del hecho que de otro modo no podremos esperar pasos concretos hacia la unidad en el campo ecuménico. Naturalmente todas estas son afirmaciones formales y abstractas, que dicen poco de la forma concreta de la Iglesia mundial futura. ¿Pero es posible decir más?
Vamos concluyendo. Nuestras reflexiones solo se proponían ocuparse de la cuestión de cómo interpretar teológicamente el Concilio Vaticano II. Hemos tratado de hacer comprensible que este ha sido el suceso de la historia de la Iglesia en el cual la Iglesia mundial ha comenzado a obrar tímidamente en cuanto tal.
Hemos tratado de aclarar, con algunas reflexiones problemáticas, que llegar a ser una Iglesia mundial no significa simplemente un crecimiento cuantitativo de la Iglesia precedente, sino que comporta una cesura teológica en la historia de la Iglesia, cesura todavía no reflexionada claramente, que casi solo puede ser comparada al pasaje del cristianismo judaico al cristianismo de los gentiles; cesura que ha visto a Pablo como protagonista, sin que deba entenderse que Pablo haya reflexionado de manera teológicamente adecuada sobre ella.
Es todo cuanto nos proponíamos decir. En cuanto al resto, nos hemos limitado a dar algunas indicaciones generales, de un modo poco sistemático y ordenado, señalando problemas que apenas si han sido advertidos por la teología tradicional.
Para terminar, llamamos la atención sobre una peculiaridad del Vaticano II, acerca de la cual ya me he referido en otra parte y sobre la cual no es el caso alargarse. Al menos en Gaudium et spes el Concilio ha adoptado irreflexivamente un modo de afirmar que no tiene ni el carácter de una enseñanza dogmática siempre válida, ni la de una disposición canónica, sino que puede quizás ser interpretado como afirmaciones de "instrucciones", como apelaciones (en una doctrina de las afirmaciones oficiales eclesiásticas que no existe aún de manera explícita, porque solo conocemos propiamente afirmaciones doctrinales y disposiciones eclesiales oficiales y mandatos).
¿Tendrá este género de afirmaciones más importancia en el futuro? ¿En base a qué premisas podrán resultar eficaces estas instrucciones? Aquí no podemos profundizar en estas cuestiones, aun cuando éstas serían apropiadas para colaborar en la respuesta a la cuestión acerca de cuál fue la peculiaridad teológica de este Concilio.
Finalmente, se formula expresamente o se repite algo: el Concilio ha sido, con y bajo el Papa, el sujeto activo de los poderes supremos de la Iglesia en todas las direcciones de esos poderes. Esto es evidente, ha sido enseñado expresamente y fundamentalmente no ha sido negado por Pablo VI.
El modo, sin embargo, en el cual tal poder supremo, detentado por el Papa "solo" y por elConcilio, pueda existir y ser operativo en dos sujetos al menos parcialmente diversos, no ha sido realmente aclarado en el plano teórico, ni resulta claro en la praxis qué significado actual permanente tenga el hecho de que todo el colegio episcopal con y bajo el Papa, pero realmente junto con el Papa, es el órgano directivo colegial supremo de la Iglesia.
El significado siempre actual de este principio constitutivo colegial de la Iglesia ha permanecido hasta ahora poco claro, y en el período postconciliar ha tenido un nuevo retroceso con Pablo VI. ¿Cambiará algo Juan Pablo II al respecto? En una real Iglesia mundial algo así es una cosa necesaria, porque una Iglesia mundial no puede ser gobernada simplemente mediante el centralismo romano, tal como ocurrió en época previa al Concilio.

Traducción: Jorge Costadoat - Carlos Schickendantz
RD

No comments: