Es un padre como yo, con una niña en sus brazos y un chaval al que protege. Ha dejado todo atrás para lanzarse a una aventura incierta que les permita, al menos, sobrevivir. Como ser humano, como hermano, no necesita ninguna otra credencial para encontrar en mi corazón una puerta abierta.
No le tengo miedo. No es una amenaza. No necesito cribarlo para ver si es “trigo limpio”, como ha sugerido el arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, en una irresponsable y estúpida declaración que afea el compromiso de la Iglesia con los refugiados y de la que ya se ha arrepentido.
Estamos ante la mayor ola de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial. Las grandes olas, como la de un tsunami, tienen causas concretas. En este caso se trata de la guerra y el genocidio de Siria, la barbarie del autodenominado Estado Islámico y el resto de guerras provocadas tras la abortada primavera árabe y consentidas o avivadas por los mezquinos intereses de diversos países, entre ellos los europeos.
Ante ello, abramos nuestras fronteras, nuestras parroquias, nuestras casas, como nos ha pedido el Papa Francisco. Acojamos a los refugiados. Son nuestros hermanos y hermanas.
A la vez, busquemos una solución real y efectiva a esta sangría. No sé cuál es la solución, pero intuyo que no es la creciente escalada de bombardeos rusos y estadounidenses. Acabemos ya con nuestra pasividad ante lo que pasa en Siria.
Juan Yzuel
al cierzo
El Espítitú sopla donde quiere
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