Wednesday, October 28, 2015

MATRIMONIO Y DIVORCIO por TOMÁS MAZA RUÍZ



Se ha discutido en el Sínodo de la Familia que se celebra en Roma si los cristianos divorciados y vueltos a casar pueden recibir o no la comunión sacramental. Sean cualesquiera las razones en favor y en contra que se aduzcan sobre este caso, creo que este tema no es lo fundamental, sino que lo que subyace en el fondo es el problema del divorcio.
En el catecismo que se nos impartía a los niños ya se nos decía que el ministro del sacramento del matrimonio no era el sacerdote, sino los propios contrayentes y que la “materia” del sacramento (con el lenguaje de la época) era el amor mutuo entre ellos expresado públicamente ante un representante de la Iglesia, el sacerdote. Es decir el sacerdote no es el que casa, es una especie de notario que da fe de que los contrayentes han expresado su amor mutuo y su compromiso de unir sus vidas hasta que la muerte les separe.
Si tenemos en cuenta esto, se puede decir que la Iglesia no puede divorciar a un matrimonio, porque son el hombre y la mujer los que han contraído el compromiso y si alguien tiene que decidir sobre la disolución del vínculo son ellos los primeros a los que hay que escuchar.
A esto se le puede contestar con la frase de Jesús en el Evangelio de Mateo: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. Dejando de lado si esta frase fue pronunciada literalmente por Jesús y, en su caso, en qué contexto lo hizo, la Iglesia en algunos casos ha aceptado el divorcio, basándose en el texto de San Pablo en su primera carta a los Corintios, capítulo 7, versículo 15, sobre el caso de un no cristiano casado con una cristiana (o viceversa):
“Si el no cristiano quiere separarse que se separe; en semejante caso el cristiano o la cristiana no están vinculados; Dios nos ha llamado a una vida de paz”.
Esto quiere decir que cuando la convivencia del matrimonio es conflictiva y ambas partes, sean culpables o no, viven en una lucha constante sufriendo ellos y los hijos, San Pablo habría recomendado la disolución del vínculo porque Dios no nos ha llamado a una vida de lucha, sino a una vida de paz.
He dicho al principio que el matrimonio tiene como base el amor mutuo entre los contrayentes. Aunque ellos deseen que este amor dure toda su vida, las circunstancias de la vida pueden hacer que este amor se debilite o incluso desaparezca. ¿Está condenada esta pareja a vivir atados el resto de su vida en una situación de violencia constante o de sometimiento resignado por cumplir las normas de la Iglesia? Yo creo que no y San Pablo pienso que me daría la razón.
Es posible que el amor que se juraron delante del altar no fuera un amor verdadero, puede que fuera un enamoramiento pasajero que pasados los primeros años y las dificultades de la vida desapareciera. Puede que los contrayentes no tuvieran la suficiente madurez y no previeran las dificultades a las que se iban a enfrentar. Puede que las convenciones sociales, el estatus social, la situación económica, las presiones por parte de las familias u otros motivos tuvieran que ver con su boda. Todo esto podría ser causa de nulidad y de hecho creo que hay muchos matrimonios que se basaron, más o menos, en estos supuestos que podrían ser nulos. Pero no es el problema de la nulidad al que me quiero referir, sino al divorcio. El asunto de la nulidad merece capítulo aparte.
Eclesalia

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