JUAN RUBIO, director de Vida Nueva | El frío también se calma con lecturas. Me entretuve estos días releyendo la primera novela de Jiménez Lozano: Historia de un otoño (1971). Una delicia para tiempos desabridos. Trata de los últimos días de la abadía de Port-Royal, mandada arrasar por Luis XIV, con el consentimiento de la Iglesia. Fue la resistencia pasiva a los poderes que intentaron doblegar la conciencia de aquellas mujeres.
“La peor incontinencia es la del poder, sobre todo, cuando la parte que se desea conquistar no se rinde, como una duquesa, ni ante el oro o las caricias, ni ante las amenazas”. ¡Estas monjas era auténticas outsiders!
Y es que el cristianismo nació como un movimiento outsider dentro del judaísmo. Los llamaban “nazarenos” hasta que, avanzado el tiempo, en Antioquía, empezaron a llamarles “cristianos”. Cuando la ideologización entró en la Iglesia, el outsider fue llamado hereje.
Comenzó una larga y triste historia de persecuciones que llegaron a su delirio con la Inquisición, aquel invento de la Monarquía del que se apropió la Iglesia y que tan bien le vino tanto al Trono como al Altar.
Outsiders los hubo siempre. Todos tuvieron pasión por la Iglesia, pero se vieron derrotados por sus estructuras. Se les tachó de luteranos y calvinistas; de modernistas, jansenistas y pelagianos; marxistas y liberales; y ahora está de moda llamarlos relativistas. El diccionario fue aumentando y creció un elenco de outsiders que Menéndez Pelayo metió en un saco llamándolos “heterodoxos”.
Aún hoy perviven en los márgenes de la Iglesia, ocupados en el Reino de Dios y su Justicia, y alejados de la púrpura y el incienso. Están en las afueras. Creen más en el Dios de la Vidaque en el Dios de la filosofía, y han optado por un modelo de vida que nadie les arrebatará. Lo más fácil es despreciarlos; lo más justo, escucharlos.
Hay outsiders en la teología y en la pastoral, como los hay en la Vida Religiosa y presbiteral. Los hay en la información y en el recoleto convento. Aman y hacen lo que quieren. Les dicen que no son Iglesia, pero ellos se sienten miembros del Reino de Dios.
Les arrancan los galones, pero bruñen cada día su corazón con quilates de entrega. Son náufragos de mil tempestades y han ido levantando su vida sobre las bases más sólidas, las que se apoyan en su conciencia, lugar en el que Dios habita en todo su esplendor y riqueza.
Los outsiders rompen con las leyes, pero no con su espíritu; son arrojados al olvido y sus nombres proscritos. Viven en una soledad poblada de chismes y aullidos, pero con la voz de Dios en su corazón.
La historia de la Iglesia está llena de outsiders. Teresa de Jesús se escondía de la Inquisición bajo el puente de Córdoba. Juan de la Cruz huía de la cárcel eclesiástica de Toledo. Antonio María Claret fue expulsado de la congregación que él fundó.
Outsiders, en definitiva. Y, como estos, muchos más. No suelen ser gentes de publicidad y les importa un bledo quienes van tejiendo las estrategias de poder.
Últimamente, estos outsiders optan por el silencio. No les gustan las máscaras ni los papeles con los que disfrazarse de personajes. Para evitar tener que usar disfraz o presentarse con toda la fragilidad de la desnudez, prefieren permanecer al margen, en silencio. Es otra manera de ser Iglesia.
VN
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