Thursday, January 10, 2013

La presencia pública de los cristianos



José Luis Fernández Orta* / En la celebración del cincuenta aniversario del Concilio Vaticano II, es bueno que recordemos lo que entonces y a lo largo de estos años, tanto el magisterio como el testimonio personal y comunitario de tantos cristianos, nos han ido proponiendo a cerca de nuestra presencia pública.
No se puede pretender recogerlo todo en pocas líneas, tan sólo señalar algunos aspectos que hoy podrían tener especial relevancia en un contexto social que ve cómo se pierden valores éticos que nos ayudaron a avanzar juntos; en un contexto político en el que se pierde el tejido asociativo y se sustituye por la lucha de los intereses individuales añadiendo un fuerte descrédito de quienes se dedican a la función política y sindical; y en un contexto económico que ve la quiebra de un sistema que abandona a su suerte a los más pobres amparando los intereses egoístas de quienes han acumulado injustamente.
Desde nuestra experiencia de encuentro personal con Dios, llamados de nuevo a contemplar el rostro de Jesucristo por el papa Benedicto XVI, vivimos nuestra condición en la Iglesia y en el mundo (LG 31). Urge de un modo especial hoy que centremos toda nuestra atención en cómo recuperar esa condición, subrayando, tal y como hace en Concilio, que lo propio de los laicos es su carácter secular: buscar el Reino de Dios en medio de las realidades temporales para ordenarlas según Dios. Estamos llamados, desde nuestro encuentro con el Evangelio, a contribuir a la santificación del mundo desde la presencia en las realidades que este establece y organiza: la vida familiar, política, económica, cultural, educativa, la promoción de la paz y de la justicia, tal y como nos invita la constitución Gaudium et Spes.
¿Cómo deberíamos actualizar esas palabras de Concilio? De un modo especial, quienes comparten nuestra vida, quieren ver en nosotros ese mensaje que hemos recibido de Cristo de fe, esperanza y amor. Se trata de no ocultar en el celemín la luz admirable que hemos recibido y saber iluminar los asuntos temporales que estamos llamados a ordenar. Para ello, en primer lugar, se hace necesario partir de un análisis de lo que está sucediendo a nuestro alrededor que sea capaz de superar prejuicios que no nos permiten conocer las esperanzas y las angustias de quienes reclaman de nosotros una respuesta; en segundo lugar supone hacer nuestra la causa de los más desfavorecidos, de aquellos que son arrojados a los márgenes del camino de la vida, para darles la mano y ayudarlos a que se reincorporen a nuestro caminar; esto no se puede hacer desde los presupuestos individualistas que hoy nos proponen, por ello, y en tercer lugar deberíamos trabajar por recuperar lo asociativo y comunitario, participando e invitando a participar en dichas asociaciones político-sociales; pero ello no se podrá realizar sin recuperar la credibilidad de quienes se preocupan de lo público, cuarta tarea que supone una doble inversión por nuestra parte: promoción de todos aquellos que están comprometidos de un modo especial con la causa de los más desfavorecidos –de un modo personal, asociado o institucional– y, al mismo tiempo, la denuncia constante, desde el amor, de quienes se aprovechan de los sistemas legítimamente establecidos para alcanzar sus propios beneficios.
Todo esto no será posible si, como comunidades eclesiales, no nos preocupamos por iluminar toda nuestra vida desde Cristo y su Evangelio, si no somos capaces de hacer que quienes nos acompañan en la vida se contagien de Cristo, reforzando la comunión entre todos los miembros de la Iglesia, siendo más coherentes en nuestras vidas con aquello que predicamos y no dejándonos dominar por aquellos presupuestos del mundo que nos alejan de la persona. Abandonar el letargo en el que nos encontramos, salir de (en palabras de Juan Pablo II) “los cuarteles de invierno” para que el mundo vea el tesoro que llevamos en nuestras manos y recuperar las esperanzas perdidas. Si Dios ha puesto su esperanza en los hombres y en el mundo, ¿cómo los hombres no somos capaces de poner en él, también, nuestra esperanza y compromiso?
*José Luis Fernández Orta es presidente diocesano de la HOAC de Málaga  

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