Hace, nos dice, unos 15 o 20 años di una serie de conferencias en una parroquia de Canadá. Allí comprobé que “el asunto femenino” no era tan importante como en los Estados Unidos y por eso me extrañó que saliera el tema durante un almuerzo, con el matrimonio que me alojaba durante mi visita.
A esta pareja no le preocupaba el desarrollo teológico de la ordenación de las mujeres, tampoco el declinar del número de sacerdotes o la necesidad de fusionar parroquias. Tenían una buena parroquia, con un párroco muy querido y con una congregación que era como su familia.
Estaban alarmados por su hija de 4 años, una niña inteligente, persistente, precoz… y sabían que algún día les plantearía la diferencia entre las cosas que su hermano podía hacer en la Iglesia y que, a ella, le eran prohibidas. Aunque el hecho sucedería dentro de varios años ya se preguntaban las razones que le podían ofrecer para calmarla en su momento.
Éste llegó antes de lo esperado, cuando preguntó un domingo después de misa: ¿Por qué no hay mujeres sacerdotes en la Iglesia? No estaban preparados para la respuesta y contestaron la verdad: Porque la Iglesia no deja que las haya. La niña apretó los labios y dijo: Si es así, por qué vamos a esa iglesia.
Con la involución tras el Vaticano II, el lenguaje femenino se está eliminando de las oraciones y la invisibilidad femenina es la política oficial, de forma que muchas están desapareciendo de puestos en consejos. Hablar del diaconado femenino ha sido sofocado porque se decía que asumirían que después podrían acceder al sacerdocio, algo que no se piensa ocurre con los varones diáconos.
En muchos lugares, están negando a las niñas ser monaguillos aunque la Iglesia lo aceptó desde 1983 y se había convertido en una práctica habitual. Aquí y allí, pasito a pasito, las viejas cabezas chauvinistas del patriarcado, con un enfermizo y adolescente sexismo están haciendo un último y desesperado intento de convertir a la Iglesia de nuevo, en totalmente masculina y todo en nombre de Dios, en defensa de la fe y en imitación de la Iglesia de Cristo
Cuando la Iglesia borra a las mujeres y no quiere discutir el tema, el intento de llamarse Iglesia, cristiana y santa es algo inaudito. Es entonces cuando pienso en aquella niña canadiense que tendrá ahora unos 20 años y que buscará una Iglesia que predique el evangelio, pero que también lo viva.
Desde mi punto de vista, está claro que la Iglesia ya ha perdido una buena generación de mujeres en los últimos 25 años y está dispuesta a seguir haciéndolo al reforzar su masculinidad. Temo que el resultado no sólo afectará a las mujeres y a sus hijos durante generaciones, sino que afectará a la Iglesia en una proporción muy seria y que no se podrá subsanar por muchos varones que se coloquen detrás del altar.
Isabel Gómez Acebo
Cajón de ilusiones
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