Los «grupúsculos de las agendas», los códigos dialécticos y la dinámica del Evangelio
GIANNI VALENTECIUDAD DEL VATICANOEl Sínodo sobre la familia comenzó desde hace una semana y, en cierta manera, parece tener la dócil intención de seguir la división confeccionada durante los meses anteriores por los «grupúsculos de las agendas». Se perciben las maniobras más o menos disimuladas de los que han entrado al Sínodo con la intención de hacer de él una partida de policial eclesiástica. Mientras tanto, muchos parecen concentrados en tomar partido con respecto a la cuadrícula de los mantra y códigos dialécticos ofrecidos por los medios de comunicación («hay que conjugar la misericordia y la verdad», «la doctrina no puede cambiar», «hay que curar las heridas», «demos más valor al papel de la mujer», «sea como sea, los africanos rechazarán la colonización de la ideología de género»…).
Y así, nadie alza la ceja cuando en el aula o en los textos sinodales se esculpen afirmaciones inexorables y convicciones perentorias, que también parecen alejadas de la dinámica nueva que entró al mundo con el Evangelio, misma que la Iglesia sugiere con su predicación desde hace 2 mil años.
Uno de estos axiomas de la mecánica típica de las cláusulas contractuales se encuentra, por ejemplo, en la «Relatio» del cardenal Peter Erdö. En este texto, leído durante la apertura del Sínodo, el purpurado húngaro citó el párrafo 41 del «Instrumentum laboris» sinodal, en donde, justamente con respecto a los encuentros evangélicos de Jesús con la samaritana y la adúltera, se dice literalmente que en aquellos episodios Jesús, «con una actitud de amor hacia la persona pecadora, lleva al arrepentimiento y a la conversión (‘ve, pecadora, y no peques más’), condición para el perdón».
Ahora bien, en el punto en el que propone la conversión como condición previa para el perdón, el «Instrumentum laboris» sinodal parece casi voltear el dinamismo propio de la experiencia cristiana, en el que, si acaso, el perdón de Cristo hace posible reconocer verdadera y profundamente el propio pecado, sentir dolor por él, llorarlo y convertirse. Este es el evento inaudito de la salvación que san Pablo describe en la Carta a los Romanos: «Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores. Y ahora que estamos justificados por su sangre, con mayor razón seremos librados por Él de la ira de Dios. Porque, si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida» (Rm, 5, 6-11).
También en el Evangelio de Lucas, cuando narra el encuentro de Jesús con la pecadora perdonada y las reacciones de los fariseos (Lc, 7, 36-52), se retoman las palabras del Señor, que perdona los pecados de ella no ante una declaración de previa conversión, sino por los gestos de amor que ella tuvo hacia Él, besándolo, mojándole los pies con sus lágrimas, ungiéndolo con aceite perfumado: «Sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados», le dice Jesús a Simón el fariseo, «porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor». Y después añade, dirigiéndose a ella: «Tus pecados te son perdonados». Entonces los comensales comienzan a murmurar entre sí: «¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?». Pero Él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz».
La misma dinámica que describen san Pablo y san Lucas se encuentra en varios encuentros y pasajes de todo el Evangelio. Es esa dinámica nueva, incomparable con los modelos de las doctrinas religiosas y de los códigos morales paridos por la humanidad durante su historia, lo que la Iglesia cuenta a los hombres y a las mujeres desde hace 2 mil años, en su camino por la historia. Lo decía el entonces cardenal Joseph Ratzinger, cuando ya había comenzado el Jubileo del año 2000, para explicar qué impulsaba en ese tiempo jubilar a la Iglesia a pedir perdón por las culpas del pasado: «Es la certeza del perdón que permite la franqueza en la confesión. Si no hay perdón, ¿qué cosa queda? Tampoco el pecado tendría una explicación y podríamos encontrar, tal vez, refugio en el psicoanálisis para volver a dar paz al alma abatida. En cambio, me parece que solo el perdón, el hecho del perdón, permite la franqueza de reconocer el pecado».
Es la experiencia del perdón, o al menos el hecho de presentirlo como promesa en nuestras vidas lo que hace florecer el don gratuito del dolor de los pecados y, por lo tanto, la conversión, que siempre es en la experiencia cristiana una gracia que debe ser recibida con alegría y agradecimiento, y no el efecto de un esfuerzo propio de coherencia con una disciplina, o (en el peor de los casos) de auto-purificación, como debería experimentar cualquiera que se acercara al confesionario. La fuente de la conversión es el gesto gratuito del Señor en nuestras vidas, y no un presunto, ancestral «sentido del pecado» del que habría que reactivar (fuere como fuere) todos los mecanismos culpabilizantes, en el mundo confuso y complejo en el que nos tocó vivir. En la experiencia cristiana, la percepción misma de los propios pecados surge frente al amor gratuito de Cristo, cuando nos damos cuenta de haberlo traicionado, y no como sentido de falta de sintonía con respecto a cierta concepción antropológica o a determinado código moral. Como sucedió con Pedro, que lloró lágrimas de purificación solamente cuando su mirada se cruzó con la mirada misericordiosa de Jesús, en el patio de la casa del sumo sacerdote.
También en el Sínodo, la única oportunidad para relativizar las operaciones de los grupúsculos organizados y la colección de afirmaciones y posturas abstractas es la de ver con la mirada cristiana elemental las dinámicas de la acción moral que configuran la vida familiar. Tal mirada siempre ha reconocido que en la condición histórica concreta, marcada por el pecado original, todos los hombres están heridos «in naturalibus», en las propias facultades naturales. Y, por lo tanto, a la larga y en la vida concreta, con todas sus condiciones, puede enturbiarse (y se enturbia) hasta el reconocimiento de lo que sería naturalmente evidente.
Tal mirada, realista y llena de esperanza en los dones de la gracia, ayudaría a afrontar de manera diferente incluso la lista de las cuestiones «candentes», empezando por la admisión a los sacramentos de los divorciados que se han vuelto a casar. Y quitaría los obstáculos de los simulacros ideológicos de la «familia católica perfecta», complacida en su propia fortaleza, alimentada a dosis de teología del matrimonio para prepararla a luchar las «batallas culturales» anti-relativistas. Un simulacro que también evocan los que se muestran a disgusto frente a la imagen de «Iglesia hospital de campo», que se inclina a «curar las heridas», y dicen que hay que pensar en los sanos, y no solo en los enfermos.
Una mirada cristiana, pues, sobre la vocación y la misión de la familia, en lugar de dividir el mundo en «sanos y enfermos», podría obtener un enorme provecho de la experiencia cotidiana, en la que nosotros los mortales no somos capaces de manifestar plenamente, nunca, la fidelidad de Dios, que es siempre fiel aunque el pueblo sea infiel. Una mirada cristiana podría atesorar la experiencia de muchos matrimonios «sanos» y «logrados», en los que se puede tocar la fidelidad para toda la vida, misma que, sin la ayuda de la gracia de Dios, es imposible. Y cuando esto sucede, solo se puede agradecer al Señor de rodillas, llorando de alegría, por un gran don (per-dón) no merecido.
Vatican Insider
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