Jorge Costadoat
S.J., Centro Teológico Manuel Larraín.
Chile recuerda, levanta monumentos y hace balances. Celebramos el Bicentenario. Las tradiciones culturales y las instituciones son convocadas a revisar su razón de ser. La Iglesia Católica, entre ellas, debe preguntarse por su contribución al país. Hace setenta años el padre Hurtado levantó una duda sobre la calidad de nuestro catolicismo. Últimamente la intelectualidad chilena diagnostica un “ocaso de la Iglesia”. ¿No tendrá ya más que aportar?
No viene al caso que la Iglesia Católica reclame su propia importancia en razón de las deudas que la patria tiene con ella. Tampoco debe pedir un trato especial sobre otras tradiciones religiosas, filosóficas, culturales y étnicas. Los católicos, por el contrario, debemos agradecer la contribución a la nación, por ejemplo, del pentecostalismo, del republicanismo, de la modernidad y del pueblo mapuche. Ni petición de honores ni autoglorificación. De lo que se trata, precisamente, es de atender a las señales que “los otros” puedan dar del aporte real de la Iglesia. Por esta vía será más fácil acertar. Chile, en la medida que le agradezca lo que corresponda, le indicará por dónde seguir.
Pero, independientemente del reconocimiento que se le haga, la Iglesia tiene una razón propia de existir, digna como la de cualquier persona e institución bien inspirada; una razón, por lo demás, suficientemente universalizable como para que los demás la adopten como cosa suya. A saber, su fe en Cristo crucificado. La Iglesia no puede exigir a nadie que crea en un hombre crucificado, pero ninguno le puede impedir que proclame que solo en un crucificado se puede creer. Nada fácil. Difícil especialmente para una sociedad que todavía en la que los más poderosos veneran al Crucificado, pero desconocen a sus representantes, los excluidos y marginados que van quedando en el camino.
El Crucificado, identificado con cada crucificado/a de nuestra época, indican a la Iglesia por dónde seguir. No en vano, si algo le agradece hoy Chile es su amor a los pobres y su indignación contra la injusticia. En los años que me ha tocado vivir he visto cómo los chilenos reconocen y valoran el cuidado a los más desamparados: hogares de ancianos, centros de rehabilitación de alcohólicos y drogadictos; visitas a las cárceles, ayudas fraternas, fondos de solidaridad; el Hogar de Cristo y un Techo para Chile, gigantes de la caridad y de la promoción humana… Valoran, también, el caso sobrecogedor de la defensa que la Vicaría de la Solidaridad hizo de las víctimas de las violaciones de los derechos humanos. Entonces la Iglesia defendió a hombres y mujeres que fueron presa fácil del terrorismo de Estado: la Iglesia del Cardenal Silva Henríquez defendió a Chile de Chile. Y por levantar la voz por los inocentes pagó con persecuciones su fidelidad a Cristo, al Cristo de los perdedores. Así probó el verdadero amor a la patria.
Hay otros aportes que la Iglesia seguirá haciendo aunque nadie los agradezca. En una sociedad pluralista como la nuestra todas las iglesias tienen derecho a poner lo suyo. La Católica continuará anunciando el Evangelio y ofreciendo a chilenos y chilenas sacramentos que dan un “toque de magia” a sus vidas, un contacto “divino”…. Toda su actividad evangelizadora, sin embargo, será intrascendente si olvida a los inocentes o justifica su sacrificio. La Eucaristía no es el mejor de los sacrificios humanos, sino el término de todos ellos. He aquí un rito que ofrece a la patria gran motivo para celebrar.
¿Cuál será el aporte de la Iglesia en los próximos cien años? No lo sabemos, pero los católicos no debemos perdernos. Puede ser que disminuyan los sacerdotes, que no volvamos a contar con religiosas en las poblaciones, que los fieles den un portazo al salir de los templos exasperados por la incomprensión eclesiástica, pero el Cristo que siempre comparte nuestra humanidad, toda humanidad, en especial cuando sufre y es tratada injustamente, indicará el camino a los que sigan. La opción por los pobres ha sido el mejor norte al que la Iglesia latinoamericana ha orientado su misión.
Para llevarla a cabo, tendrá que fijar su atención en los hombres y mujeres a los cuales la vida se les hizo cuesta arriba, les rompió la espalda y la familia, y tendrá -por lo mismo- que ajustar su doctrina y adaptar su organización a las necesidades más hondas de compasión del Chile que viene, el del Bicentenario.
El Mostrador
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